Apollo era un joven pollo de goma nacido en un humilde gallinero. Desde el momento en que salió del cascarón, sintió que la vida de un pollo no era para él. La rutina del gallinero—vagar sin rumbo por el corral, esperar a que llegara el alimento para picotear—todo eso le parecía demasiado pequeño. Mientras los otros pollos de goma estaban contentos, Apollo anhelaba algo más. 

No podía dejar de mirar al cielo. Desde que era un pollito, Apollo siempre había soñado con volar. Pero, como todos los pollos de goma, sus alas eran pequeñas, y volar, tristemente, seguía siendo un sueño lejano. 

Una noche lluviosa, acurrucado en el gallinero, Apollo no podía dormir. Como de costumbre, fantaseaba con volar algún día. Cuando la tormenta terminó, Apollo seguía inquieto, y aunque sabía que estaba prohibido salir a esas horas, decidió salir del gallinero a intentar unos pequeños saltos. Dio brincos por el corral, batiendo sus alas con fuerza, pero como siempre, sin éxito. Fue entonces cuando algo llamó su atención: una luz blanca que provenía de un charco.

Con el corazón acelerado, Apollo no podía creer lo que veía: ¡la luna! Allí mismo, reflejada en el charco. Lleno de curiosidad, se acercó aún más y notó que, además de la luna, había algo más en el charco: otro pollo, idéntico a él. Curiosamente, este pequeño pollo reflejaba cada uno de sus movimientos perfectamente, mirándolo fijamente a los ojos. Los dos se miraron intensamente, sin decir una palabra. Cuanto más miraba Apollo a este otro pollo, más fuerte se sentía por dentro, hasta que de repente tuvo una epifanía: este pollo sabía cómo llegar a la luna. Pero, ¿quién era? ¿Y qué hacía allí?

Mientras Apollo trataba de responder a estas preguntas, sintió que algo lo tiraba por detrás: ese gallo, su padre, lo había agarrado por la cola. Apollo sabía que su padre quería llevarlo de vuelta al gallinero, pero no tenía intención de moverse: tenía que resolver el misterio del charco. Entonces, decidido a no moverse, hundió su pico en el suelo como un clavo. Su padre tiró más fuerte, y de repente, el cuello de Apollo comenzó a estirarse ligeramente. El ruido sacó a sus hermanos del gallinero, y al ver la situación, corrieron inmediatamente a ayudarlo. Uno por uno, se agarraron a su pico, tratando de contrarrestar la fuerza de su padre. Pero la fuerza de ese gallo de su padre era demasiado para aquel pequeño grupo de pollitos. Nunca serían capaces de vencerlo. Apollo entendió entonces que dependía de él actuar, de hacer la diferencia y restaurar el equilibrio. ¿Qué hizo? Nada. Ese rebelde Apollo actuó de una forma que nadie esperaba: se relajó. Cuanto más tiraba su padre, más se dejaba llevar Apollo, y cuanto más se relajaba, más su cuerpo empezaba a cambiar. Con cada tirón, el cuerpo de Apollo se estiraba más y más, ahora casi irreconocible.

En un momento, ese gallo, su padre, exhausto y asombrado por la resistencia de Apollo, hizo una pausa. Miró hacia atrás y vio la increíble transformación que había sufrido el cuerpo de su hijo. Alarmado, lo soltó. Por un instante, el tiempo pareció congelarse, y luego, en un abrir y cerrar de ojos, el mundo se convirtió solo en viento. Apollo estaba eufórico; con un pequeño movimiento de sus alas, ajustó su trayectoria y apuntó hacia el cielo. En ese momento, se dio cuenta de lo que siempre había creído en el fondo de su corazón: sí, podía volar. Ahora surcaba libremente el aire fresco de la noche, más feliz que nunca. Sentía que cada pequeño movimiento de sus alas, pequeñas pero ahora poderosas, lo dirigía exactamente hacia donde quería ir. Miró hacia abajo y vio a su padre y a sus hermanos observándolo con admiración. En el charco, ahora diminuto, ya no había un pollo ni la luna. Miró hacia el cielo: la luna estaba allí, como siempre. 

Apollo ya no tenía dudas: pronto, como ese pollo, él también llegaría allí.